La diferencia con el parto convencional está en que, una vez que han comenzado las contracciones, la mujer se sumerge en una bañera. La temperatura del agua es de 37 grados centígrados, lo que facilita la dilatación.
La ventaja de esta forma de dar a luz está en que la madre siente una mayor relajación por el contacto de su cuerpo con el agua, de modo que segrega mayor número de endorfinas, las hormonas que alivian el dolor. Durante el proceso del parto, el ginecólogo se encarga de controlar los latidos del corazón del feto mediante un estetoscopio.
Cuando llega el momento del nacimiento, hay mujeres que optan por salir de la bañera y tener a su hijo en una cama o sentadas en una silla, pero lo más normal es que el bebé nazca en el agua.
El hecho de que la cabeza del bebé, al salir, permanezca unos minutos boca abajo dentro del agua, no implica ningún riesgo para su salud porque todavía respira a través del cordón umbilical.
Una vez que el cuerpo del bebé ha salido (a veces es necesario practicar una episiotomía a la madre) el médico saca al recién nacido del agua. A partir de ese momento, comienza a respirar por sí mismo.
En este tipo de partos los bebés apenas sufren porque al salir del vientre materno, su primer contacto es el agua, un ambiente muy similar al que ha tenido durante los nueve meses de gestación, mientras estaba dentro de la bolsa de líquido amniótico.
Si estás contemplando la posibilidad de dar a luz de este modo, ten en cuenta que estos nacimientos son posibles siempre que durante el embarazo no hayan surgido problemas de ningún tipo.